La nena de esta foto soy yo en el invierno de 1993 pelando 3 kilos de papas un sábado a la noche para hacer lo que más nos gustaba hacer en familia en esos años: jugar al Carrera de Mente comiendo papas fritas.  Como yo había nacido en una familia con bastante tradición de cocineras, en mi casa, había freidora, electrodoméstico no tan frecuente en las cocinas familiares de esa época.

Exactamente diez años después yo trabajaba en un restaurante y pelaba por día un cajón de manzana o pera, según el proveedor sugiriera cuál estaba mejor en el momento, para uno de los siete postres que tenía la carta en la que yo había participado en su diseño, armado y producción.  A veces paso por donde estaba ese restaurante, hace unos años lo demolieron y se construyó en el mismo lugar una de esas torres altísimas como las de las películas.

Conservo entre papeles que nunca tengo tiempo de pasar a un archivo Word, por las dudas que se pierdan en alguna mudanza, las anotaciones que hacía de las recetas de ese restaurante, siempre ajustando a las divergencias que pueden existir en un despacho de postres en hora pico un sábado a la noche.  Aunque ese no había sido mi primer trabajo, lo recuerdo muchas veces porque me impactó el hecho de que ni la estructura exista ¿fotos? a nadie se le ocurría, por normas de seguridad, higiene y mil motivos profesionales más.  Sí hubo fotos de los platos para algunas acciones de prensa que vinieron acompañadas de “casi” famosos eran lo que hoy en día comúnmente bautizamos “influencers”.  Pero también no hay fotos porque yo ya había cruzado la delgada línea entre encontrarme en una cocina como aprendiz, amateur e ilusa…a estar en una cocina como profesional y de alguna forma u otra porque me había endurecido tanto…tantísimo…que había perdido cualquier rastro amoroso respecto al oficio como para pensar en retratar ese momento para después tener ganas de recordarlo.

Veinte años después de esa hostilidad que recuerdo sentir, me encuentro escribiendo, como si desde las “recetas para ser contadas” curara y me reconciliara con esos años.  Y quizá con esos juegos de la niñez que en la juventud empezaron a ser mi realidad y sin embargo a los 18 años creo aún hoy, se es muy rápido para decidir la vocación.

Cada día de tu adultez recordá a ese niño que fuiste y volvé a escucharlo respecto de lo que deseabas, de lo que hiciste y si todavía hay algo nuevo por hacer que te haya quedado pendiente.

Mi niña interior me grita cada día que me deje de procrastinar y publique el libro.

¿y a vos que te dice?

Deja una respuesta